miércoles, 19 de octubre de 2016

DIOS HA MUERTO

Lo que ha planteado la diputada Camila Vallejo no es acerca de la verdad de la existencia de Dios, ni acerca de lo acertado o erróneo de la fe, ni tampoco acerca del lugar que las creencias religiosas deben poseer en la vida humana..."

Carlos Peña

Camila Vallejo ha presentado un proyecto de ley para suprimir la invocación a Dios en el inicio de las sesiones legislativas.
Parlamentarios de izquierda (Osvaldo Andrade), de derecha (Ward, Edwards) y ni de izquierda ni de derecha (Goic, Zaldívar) pusieron el grito en el cielo: la propuesta no tiene sentido, es inconducente, absurda -dijeron a coro. Y algunos comentaristas agregaron: ¡Es banal! ¿Acaso no hay cosas más urgentes de las que preocuparse? ¿Por qué negar a Dios o rechazar las creencias que la mayor parte de la gente posee?

Todos ellos se equivocan.

Lo que ha planteado la diputada Camila Vallejo no es acerca de la verdad de la existencia de Dios, ni acerca de lo acertado o erróneo de la fe, ni tampoco acerca del lugar que las creencias religiosas deben poseer en la vida humana, ni menos acerca de la apertura que cada uno puede tener ante el misterio.

Nada de eso.

Lo que la diputada ha planteado es algo más simple: cuál ha de ser el lugar que Dios -exista o no exista- ha de poseer en la esfera pública. Si acaso ha de presidirla o si ha de ser puesto al margen de ella.
Las sociedades modernas se caracterizan por ser sociedades plurales, ámbitos en los que florecen distintas y muy diversas formas de acercarse al misterio de la existencia. La sociología clásica subraya este hecho: el tránsito desde la sociedad tradicional a la moderna ha consistido en el abandono de un puñado de creencias comunes y en el reemplazo de ellas por creencias y convicciones forjadas al amparo de la individualidad de cada uno. Eso es lo que suele decirse cuando se afirma que Dios ha muerto (una frase que se hizo popular con la obra de Hegel y de Nietzsche). Ninguno lo ha explicado mejor que Max Weber: en la sociedad moderna, dijo él, el único Dios ha sido sustituido por un panteón ante el que cada uno elige.
Esa característica de la sociedad moderna (¿qué esperaban de la modernización capitalista?) plantea un problema público de la máxima importancia: ¿Cuáles deben ser las reglas y los ritos que orienten la vida en común y que presidan las instituciones?
Como es obvio, esas reglas y esos ritos han de ser unos que hagan sentido, que resulten significativos para todos, que logren orientar la conducta de todos los partícipes y no solo de algunos de ellos, por mayoritarios que sean (el interés de la mayoría nunca es una razón para negar a los individuos el mismo respeto). El Congreso Nacional, la esfera pública por antonomasia, es justamente aquel ámbito en el que todos los partícipes de la vida social se reconocen una misma condición de igualdad. Se trata de un espacio hasta cierto punto artificial que hace posible la vida compartida en un mundo en el que la diversidad parece ser la regla.
La pregunta entonces que cabe hacer es si acaso en un mundo como ese la invocación a Dios resulta adecuada, si es capaz de orientar significativamente la conducta de todos los partícipes.

La respuesta -obvia- es que no.

Es verdad que en Chile la mayor parte de las personas son creyentes sinceros y que la creencia en Dios, especialmente católica, está tan extendida que incluso hay quienes no tienen problema alguno en leer a Marx y oír la misa al mismo tiempo; empuñar la mano izquierda en alto y participar de una procesión; murmurar La Marsellesa y cantar al mismo tiempo Perdón Oh Dios Mío/ Perdón e indulgencia. Pero como la conducta de la mayoría no es una razón para imponer una creencia, esta circunstancia resulta del todo irrelevante.
También es verdad que hay una larga tradición de invocación a Dios en las prácticas republicanas; pero como el pasado no justifica por sí mismo lo que se hace en el presente (salvo que se atribuya al pasado un valor en virtud de una razón independiente), esta circunstancia también debe descartarse.
Y, en fin, no cabe duda que es propio de la condición humana preocuparse por el misterio, asomarse a lo numinoso (la expresión es de Rudolf Otto) e inclinarse ante las nubes de la existencia; pero nada de esto quedará impedido por suprimir la invocación a Dios de las sesiones legislativas.

Porque lo que la diputada Vallejo sugiere discutir (que parece banal, pero no lo es) es solo qué reglas habrán de presidir la vida compartida, qué valores son comunes, y si tiene sentido seguir invocando a Dios en medio de una sociedad tan plural que ha convertido las iglesias en tumbas y monumentos fúnebres de Dios.

Al extremo que hoy día Él parece sobrevivir solo en el Congreso Nacional.

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