miércoles, 16 de marzo de 2016

CAMBIAR EL TONO .

por En la mira Ernesto Ottone

El punto de partida de una convivencia democrática está dado por la existencia y el respeto de las reglas democráticas. Vale decir, de un conjunto de procedimientos que permiten que “quien gane no lo gane todo y quien pierda no lo haga para siempre”, como señala el ensayista Jesús Silva Herzog-Márquez.

Esas reglas incluyen las elecciones libres e informadas, en las cuales cada voto cuente por igual, que se elija frente a alternativas diferentes, que las decisiones se tomen por la regla de la mayoría, pero donde la opinión de la minoría cuente y que pueda transformarse en mayoría si así lo deciden los ciudadanos.

Supone también un conjunto de libertades y un nivel mínimo de igualdad material, para que la libertad no pierda todo sentido para los ciudadanos más desfavorecidos.

Pero la convivencia democrática requiere algo más para funcionar bien: de costumbres democráticas, de conductas democráticas, de estilos democráticos, de tonos democráticos, aquello que los romanos llamaron “mores”.

Cuando Alexis de Tocqueville describió la sociedad naciente de América del Norte en 1832, señalo la existencia de un reino de las costumbres en el que se apoyaba el reino de la libertad, una cierta manera de conducirse que no estaba reglada, pero que era compartida en una sociedad que por su lozanía era más horizontal que la del “ancien régime”, él se refiere a una textura social que favorece la convivencia democrática.

Naturalmente, eso era sólo válido para algunas regiones y algunos sectores sociales de América del Norte. Pero lo importante hasta hoy es el concepto de convivencia democrática que surge de esa observación.

Lo señalo porque veo con preocupación que esa textura, esas costumbres y esas conductas de convivencia democrática están alcanzando en Chile una delgadez preocupante.

Ello se expresa en un tono que hace del sospechismo la mirada normal de unos hacia otros, la expansión de una estridencia algo histérica cuando se debate de la política y los políticos, casi todos ellos convertidos en personajes malignos. Una actitud jacobina que se recoge en algunos medios, donde todos los responsable públicos parecen ser culpables hasta que demuestran lo contrario. Ello se acompaña de una descalificación rápida y categórica del que tiene una opinión diferente.

Tampoco se hacen diferencias entre una falta grave y las películas del avión presidencial, todas provocan la misma indignación, ¡horca para todos!

Aparece en algunos un rencor ácido que hace recordar la frase de Nietzsche “quien busca demasiado la justicia, suele buscar la venganza”, parecería que en ocasiones hay quienes actúan por resentimiento y sueñan con una hoguera para quienes consideran con o sin razón responsables de sus pesares y frustraciones.

Sin duda, hay razones para el enojo y la amargura, para la indignación con quienes han fallado a la confianza pública recibida. Son cosas que tienen que ver con la crisis de representatividad de la democracia en Chile y, de paso, en buena parte del mundo, con los actos de corrupción que han salido a la luz respecto de la relación entre el dinero y la política, con las conductas codiciosas y ruines de algunos empresarios y con los escándalos de uno u otro tipo que no respetan barreras institucionales, y se han producido en la Iglesia, en el Ejército y en el fútbol, “en el mismo lodo todos manoseados”, como dice el tango, que han conducido a un descreimiento generalizado.

El estado de ánimo escéptico que genera esa percepción produce un clima áspero, rudo, agresivo, incluso en momentos de diversión.

Miraba hace unos días un programa de un humorista en el Festival de Talca. En verdad, el humor en una sociedad democrática , estaremos todos de acuerdo, no debe tener otro límite que el de ser divertido. En este caso el cómico no era una maravilla, se suponía que encarnaba a un campesino y que su humor debía basarse en una ingenua picardía, pero su fuerte era un humor grueso, cuartelero, explícitamente soez. Pareciera que algo similar se vivió en Viña del Mar, pero en versión más glamorosa.

Curiosamente, nuestro humorista de Talca cada dos o tres chistes le preguntaba al público: “¿Cierto que estamos muy mal?”. Y claro, no usaba el término “muy mal”, sino otro más coloquial. El público, con gran entusiasmo, respondía al unísono: “Sí”.

La cámara de cuando en cuando enfocaba al público y lo que mostraba no era un pueblo macilento y sufrido, con los rigores de una vida dura marcada en sus rostros. Era gente lozana, bien vestida y muchos de entre ellos parecían estar de vacaciones.

Viéndolos me preguntaba: ¿Será la misma gente que interrogada en las encuestas responde que ellos están bien, pero que el país está mal?

No sé si será así, pero podría ser posible.

No se trata de hacer el elogio de Chile. Como país tenemos muchos problemas que resolver y hay mucho de qué quejarse. Bien sabemos que los avances logrados, por grandes que sean, lo que generan no es satisfacción, sino nuevas aspiraciones y nuevas demandas. Es normal, así somos los humanos, y está bien.

Es cierto, además, que no atravesamos por un momento de crecimiento espectacular, estamos creciendo un mínimo. Pero tampoco estamos viviendo una hecatombe social. Hasta ahora no ha bajado el empleo ni ha subido la pobreza ni la desigualdad. Que se sepa, nuestros derechos y libertades no han sido puestos en cuestión, y si algo tiende a escasear es más bien el cumplimiento de los deberes y la responsabilidad.

Es verdad que el gobierno actual, junto con mostrar logros no menores, ha cometido y comete muchos errores. Pero tengamos sentido de las proporciones, no estamos inmersos en una crisis generalizada y decir que el país no funciona es una exageración, no se sostiene en pie ni por un instante. Las altas cifras de chilenos en vacaciones dentro y fuera del país creo que no deben tener antecedentes en nuestra historia .

Chile no está viviendo en un valle de lágrimas ni creo que lo hará, porque nuestras bases son sólidas. Pero si queremos avanzar más y mejor se requiere, entre otras cosas, un nuevo estado de ánimo, menos desconfiado y más optimista

La pregunta entonces es: ¿Cómo acercar la percepción a la realidad? ¿Cómo hacer para que la sensación térmica se acerque al calor real? ¿Dónde diablos está el ventilador?

Sin duda, se han dado varios pasos en esa dirección . Lo primero es hacer más exigentes las reglas procedimentales que eviten los abusos, frescuras, las sinvergüenzuras y los privilegios que irritan con razón a una ciudadanía más alerta y crítica. Pero también se requiere producir un cambio de tono, y ahí la responsabilidad es de todos, es compartida.

Por supuesto, el gobierno debe dar la pauta, ser más prolijo y preocuparse de dar mejor gobierno; los empresarios deberán pensar algo más en el bien colectivo, pero no con palabras, sino con inversiones; los comunicadores deberán tender a informar con rigor y sin contemplaciones, pero sin sentirse obligados a usar la peluca de Robespierre; los políticos deberían tomar conciencia de que no ayudan a prestigiar su papel con peloteras mezquinas que la gente no aprecia; los gremios sindicales y empresariales deberían levantar la vista más allá de sus intereses corporativos.

Estoy seguro de que así el clima social mejoraría, que se adquirirían costumbres y tonos menos destemplados. La convivencia democrática se reforzaría y administraríamos mejor nuestra libertad y, lo que no es menor, lo pasaríamos mejor.

En caso contrario, la percepción y la realidad terminarían coincidiendo, pero para mal, convirtiendo en realidad lo que hasta hoy es más bien una percepción deformada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario