jueves, 3 de marzo de 2016

Bienvenidos al Gólgota


Blog de Fernando Villegas

DOMINGO 7 DE FEBRERO DE 2016bachelet caval





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Ha comenzado la segunda temporada de la popular serie Lloremos todos de Arica a Magallanes. El primer episodio, el de reapertura, estuvo a cargo de Su Excelencia, quien a raíz del reabierto caso Caval apareció en los medios con expresión compungida, quizás una oportuna lágrima a punto de caer y la confesión -que ya hemos oído antes, pero nunca está de más recordar los capítulos anteriores- de haber sido un año realmente doloroso para ella y familia.
Lejos estamos de pretender asignarle la autoría del libreto a la actual Mandataria. El llorar en cámara, hasta entonces hecho inédito, lo inauguró el Presidente Aylwin cuando pidió perdón a nombre del Estado por los atropellos cometidos por el régimen militar contra los derechos humanos. Desde entonces y hasta el presente han corrido regueros o hasta ríos de lágrimas tanto por el territorio de la alta como de la baja política. Mejor aún si al llanto lo acompaña alguna clase de crucifixión. A veces dicha inmolación está implícita en la puesta en escena y el ciudadano casi puede ver las tachuelas atravesando las palmas de los mártires. Es, en todo caso, una crucifixión 2.0, versión muy mejorada que no envía a nadie ni siquiera por tres días al otro mundo, sino permite una inmediata resurrección.
Más allá de la política hay precedentes, en Chile, de la peculiar simpatía que alienta el ciudadano común por los sufrimientos reales o fingidos del buen y del mal bandido a la diestra y siniestra de NSJ respectivamente. En la era prehistórica, reaccionaria y retardataria cuando en Chile los asesinos más brutales eran ejecutados, luego de sobrellevar tan penosa diligencia los fusilados nunca dejaban de hacer milagros. La tumba del famoso Chacal de Nahueltoro, cuyo martirologio y redención carcelaria mereció incluso las efusiones de la cinematografía, está repleta de placas conmemorativas por beneficios post mortem otorgados desde el Más Allá. Gracias, Chacal, por favor concedido.
El recetario
Recurrir a la emocionalidad a flor de piel del respetable público es uno de los más viejos y efectivos trucos que conoce la política. Con marciales redobles de tambor, con clarines tocando a funerala, con llantos reprimidos -pero dejando asomarse esa furtiva lágrima para que la vea la audiencia, no faltaba más- con confesiones de culpa, solicitudes de perdón, reconocimiento de errores y todo lo demás son innumerables los políticos que han salvado el pescuezo e incluso inaugurado una nueva fase de prosperidad en sus carreras. El recetario es sencillo pero efectivo: si lo pillan en malos pasos y no hay dudas al respecto, reconozca lo hecho “virilmente” si es hombre y con “entereza de mujer y de madre” si es señora; si la falta aún no ha sido probada y cabe la esperanza de que nunca se pruebe, como es tan frecuente en estos casos, la emoción debida ha de ser de santa indignación ante la campaña de asesinato de imagen urdida por implacables enemigos; si por acción y omisión el evidente responsable permitió que ocurriera una tragedia, entonces los sentimientos recetados son de incredulidad inocente ante el hecho monstruoso de que se nos culpe a nosotros de algo que obviamente es culpa de terceros; si nos pillan con las manos en el cajón, debe pretextarse no haberse usted dado cuenta de nada, porque, como ya se sabe, “mi defecto es que siempre he sido muy confiado con la gente”.  La citada “emocionalidad a flor de piel” del público tiene otra ventaja aparte de la de ser fácilmente conmovida por el presunto sufrimiento ajeno; permite que la rabia, de haberla, se disipe en una semana o dos. Este es uno de los factores -hay otros, tales como lo autorreproductivo que es el poder una vez que se lo tiene- que explican la porfiada permanencia en funciones de tantos políticos, por años de años, insumergibles pese a sus faltas, su mediocridad, deshonestidad, mentiras y fracasos.
Emociones
Las emociones siempre han sido materia prima ideal para confeccionar a la medida toda clase de vestimentas políticas. Después de todo, como decía Anatole France, no hay nada más popular y exitoso que la emoción. Y a veces también nada más necesario. En un cuento de Bradbury que transcurre la noche previa a una batalla de la guerra civil norteamericana y que se prevé terrible, el general se pasea entre los vivac de las tropas y a un niño que es el tambor del regimiento le dice que es el soldado más importante de todos; le explica que sin sus redobles que elevan el ánimo, endurecen los músculos y llenan el pecho de entusiasmo esos hombres que avanzarán hacia el fuego enemigo serían víctimas de una carnicería inenarrable, la que se perpetra en frío, sin la sangre caliente de la emoción que permite olvidar o disipar el miedo y el dolor. El ejército y la marina real británica solían agregar, además, antes del combate, una generosa ración de ron. Por si acaso. En frío ninguna criatura viviente enfrentaría el plomo de las balas y el acero de las bayonetas.
En frío, sin embargo, es como debiera gobernarse. No todos los días hay batallas que requieran redobles de tambor y raciones de chupilca del diablo. El día a día requiere menos sobresaltos hormonales y más chispazos de inteligencia, pero la costumbre o más bien el amaneramiento que se ha instalado, el de lavar desaguisados con lágrimas, ni sigue esa norma ni es digno de las necesidades del país ni contribuye a darles satisfacción. Hemos visto a demasiados honorables, ya sea sorprendidos en un viaje inoportuno o en un pago que lo es aun más, pidiendo excusas por un breve momento y luego haciendo como si nada. Se ruborizan una vez, como ellos mismos aconsejan hacer, para luego continuar afeitándose con cemento.
Peor aún es cuando se planean a sangre fría esos despliegues de emocionalidad para conmover a la buena gente. De hecho esta manía convertida ya en política ha dado origen a una entera y remunerativa industria, la de “imagen”, a cargo de relamidos estetas, cineastas, marqueteros, publicistas y hasta podólogos por si el incumbente ha de mostrar los pies calzados con chalas. El solo hecho de que esta gente replete oficinas enteras del Estado constituye un acto de desprecio hacia el sentido común del ciudadano, señal de que existe la cínica convicción de que al pueblo se le puede conducir por la nariz y todo el tiempo con sólo empaquetar convenientemente la oscura mercancía, una confesión de descaro político del cliente y del proveedor de dicho artículo y en paralelo una total ausencia de verdaderas ideas para llevar adelante un gobierno decente.
Temores
Sin, una vez más, culpar del origen de este estado de cosas a la actual administración, la cual sólo sigue una tendencia empollada hace ya 20 o 25 años, debemos con toda justicia al menos reprocharle el exceso al que ha llegado en esta materia, a su tan delirante sustitución de la realidad por fantasías verbales -“delincuencia rural…”- montadas en escala industrial, a la fabricación de gestos y de señales en vez de juicios, raciocinios y gestiones adecuadas.
Los movimientos políticos que pretenden “transformaciones profundas” por definición se meten en camisas de once varas. Es tarea más intrincada que resolver un problema de geometría diferencial absoluta. Requiere entonces el máximo de atención y control para no meter las patas y abrir las compuertas del caos. Vemos, en cambio, exactamente lo contrario, un despejar la ecuación un día con lágrimas y el otro con amenazas, una semana hablando de lealtad al programa y el otro de fidelidad a la Presidenta como si la conducción de un país fuera cosa de “omertá”, de fidelidades, de obediencia ciega, de estremecimientos y de teutónicos y tremebundos sturm und drang que sólo nos llevan al Kaputt y al Zusammenbruch. La Presidenta entiende: estudió en la RDA.

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