miércoles, 16 de marzo de 2016

ALFOMBRA ROJA

por Tiro al blanco Fernando Villegas

Es muy probable que el modo como se evacuan las perogrulladas más flagrantes y los sosos “statements” del discurso políticamente correcto tengan bastante relación con las lógicas predominantes en los espectáculos de masas, en especial cuando pretenden darse un aire de cierta dignidad y hasta de fineza. De ahí que venga a cuento lo dicho por un columnista a propósito de la gala inaugural del Festival de Viña. La columna, perpetrada con el furor propio del oficio de “crítico de espectáculos” -profesión que, como las Bolsas, oscila casi sin estaciones intermedias entre el entusiasmo delirante y un negativismo feroz- ensañó su disgusto en el modo como en esta gala 2016 predominó la “contención”, esto es, se puso algún freno al despliegue que se espera de estos tuttifruti acometidos con alfombra roja y protagonizados por modelos de generosos bustos, socialités de buenos apellidos para dar el toque de “high society”, animadores con impeturbables sonrisas de plástico y ávidas manos enlazando muy cerca del trasero el talle de las bellas y finalmente autoridades arropadas con vestimentas esplendorosas que, podría temerse, costaron la mitad del presupuesto municipal. El crítico consideró como malo el intento de recato y celebró, dentro de lo que los críticos se permiten celebrar y/o más bien con la idea de usar esa celebración como instrumento adicional de crítica contra lo ya reprochado, a dos o tres especímenes esperpénticos que fueron desfachatadamente vulgares en el sentido técnico de la palabra, esto es, plantándose integralmente en una postura de lucimiento y chascarrería descomunales para satisfacer el gusto de “la calle”.

Pongo fe en las palabras de mi colega. Aun quien prefiera ir al dentista a mamarse siquiera dos minutos de festival compartiría su crítica. En todo orden de cosas hay que ser consecuente; si se va al estadio a avivar al equipo es de rigor insultar al árbitro y si se acude al cóctel de lanzamiento de una exposición es necesario darles la espalda a las pinturas, pero por lo mismo si se inaugura un festival lo menos que cabe esperar es que las señoritas avancen por la alfombra cimbrando con descaro sus prominentes encantos, no que se finjan damas de compañía de la reina Isabel acudiendo a un funeral de Estado.

Es con cosas como esas cuando uno se acuerda del recién fenecido Umberto Eco, cuya primera obra de fama pública, Apocalípticos e Integrados, examina variados aspectos de la sociedad y cultura de masas. Descanse en paz querido y respetado filósofo, semiólogo, novelista, columnista y coleccionista de libros, afición por la cual se compró, en Milán, un edificio de cuatro pisos para albergar su inmensa cosecha. Por esa y otras razones todos los bibliómanos del mundo lo considerábamos nuestro decano y maestro.

Leída hace muchos años, tal vez en esa obra aprendimos que la vulgaridad se puede manifestar de diversas maneras. Una es la natural, espontánea, la que con sano candor expresa lo que se es, sin tapujos y sin conciencia. Esta variedad a veces tiene el respetable sabor de lo auténtico, por rudo y tosco que sea. Otra variante es la que indignaba a José Ortega y Gasset, crítico, dicho sea de paso, bastante menos simpático y querible que Eco. Es la vulgaridad del hombre-masa dispuesto a pisotear lo egregio y erigir en reemplazo sus nefastos gustos. Y está, peor aun, la que no pretende suplantar lo valioso, sino presume serlo. Es la vulgaridad elevada al cuadrado. Una palabra alemana la caracteriza y describe, “kitsch”. Es “kitsch” lo que siendo vulgar hasta la pepa del alma pretende hacerse pasar por cosa repleta de elegancia y nobleza. Un ejemplo escalofriante que casi tienta a desenfundar un revólver es cuando el violinista André Rieu, vestido de estricto frac, le da a sus recitales de baratas melopeas un aire de concierto a cargo de Johann Sebastian Bach, impostura que comete a sangre fría con un público ingenuo al que se le hace creer, por la puesta en escena, estar dándose un atracón de Gran Arte.

Lo de Rieu tal vez sea el más sublime avatar del fenómeno, pero debe competir contra una proliferación casi infinita de posturas similares. Siendo hoy en día la vulgaridad universal e inescapable, sucede que como efecto de la también vulgar porfía por destacarse a menudo se pretende huir de ella con ínfulas de fineza. Los Rieu o las modelos desfilando por la alfombra con aires de la duquesa de York son productos de ese afán, la agria manteca disfrazada de mantequilla y producida a punta de batir incansablemente la lechecita de la penquería original. El lenguaje de los medios de comunicación, donde hace ya mucho tiempo se celebraron los esponsales entre la más brutal ignorancia y los melindres estilísticos, es un excelente ejemplo de lo mismo. En este caso toma la forma de siutiquería semántica -“el líquido elemento”- o de empalagosas divagaciones progres que en algunos casos hacen pensar que se está intentando meter, como se mete indiscriminadamente dentro de una salchicha, la molida sustancia de los marxistas, los leninistas y los nihilistas.

Todo eso, dichos melindres e imposturas, importan poco aunque molestan mucho salvo en política, donde importan mucho y no molestan nada porque están en sintonía con los tiempos. Importan porque en ese ámbito las palabras malas o buenas, sustanciosas o vacías, son el preámbulo de la acción. Los discursos políticamente correctos, la variante más pretenciosa y al mismo tiempo más ubicua de esta huida hacia la vulgaridad a la enésima potencia, son los más peligrosos; tal como las modelos avanzando por la alfombra roja, se mueven hacia ninguna parte con prestancia artificiosa y arrastrando a todo el mundo.

Un ejemplo de eso tal vez sean las palabras del dirigente comunista Juan Lagos, espetadas en reciente entrevista. Del partido notoriamente más cercano al corazón de Su Excelencia uno esperaría alguna cautela conceptual, pero en vez de eso Lagos afirma que la derecha, herida, querría dar golpes que podrían representar un peligro para la democracia. La maliciosa insinuación de este caballero, las palabras que escoge y los vaticinios que hace, estremecido de espanto ante la idea de una herida a la democracia, régimen que tanto importa al credo comunista, no sólo podría ser preámbulo de la paranoia estrenada ya hace rato por Maduro en Venezuela, sino descansa cómodamente y legitima la farándula políticamente correcta de la izquierda y por tanto la necedad del público para cuyo uso se confeccionó.

Lo de Lagos y sus insinuantes palabras culebreando por la pasarela de la mojiganga ideológica es apenas un episodio entre muchos. Esa clase de discurso y su inagotable arsenal de palabrería hueca y sin sentido se ha hecho absolutamente predominante. Se explota con descaro la falencia del intelecto nacional, entontecido por las redes sociales, los gadgets electrónicos, las ondas verbales del minuto y el implacable y pegajoso poder de convocatoria de las memeces de siempre. La historia muestra en exceso cómo de malas palabras hiladas en torpes pensamientos han surgido iniciativas letales, ruinosas. Y desde luego no habría que poner tanta fe en “la calle”, que le encanta pronunciarlas. La calle fue la que, en 1870, acosando al Parlamento francés con el grito “¡a Berlín!”, precipitó a Francia a la guerra más ruinosa de toda su historia. Para correr al desastre siempre hay tendida una alfombra roja.

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