martes, 14 de junio de 2016

EL CRISTO ROTO

"No es raro que este tipo de fenómenos ocurra en las manifestaciones. No es culpa de quienes las organizan, sino del clima que ellas generan: la sensación transitoria de que no hay reglas, que por un momento los límites se disolvieron y que, por fin, las pulsiones tienen su hora...".

Carlos Peña

La imagen de una turba enardecida haciendo trizas una imagen de Cristo crucificado es simplemente espeluznante. ¿Qué puede explicar que un grupo de jóvenes planifique el asalto a una iglesia, se haga de una imagen venerada por los creyentes, la saque a la calle y la destruya? ¿Qué razón puede haber para tamaña estupidez, para ese acto gigantesco de irracionalidad, para ese escupitajo?

Por supuesto, el incidente del Cristo roto -una pálida manera de designar la ofensa, sin duda dolorosa, causada a miles y miles de creyentes- no es más que un ejemplo de otros incidentes de parecida irracionalidad que, con una frecuencia exasperante, ocurren.

Es difícil encontrar una explicación para ese tipo de hechos; pero es posible ensayar algunas.

La más obvia es que se trató de una turba. Una turba, al igual que una masa, según la vieja descripción de Freud, derrota la delgada capa de censura y de racionalidad que contiene y logra cercar, sujetándola dentro de límites manejables, la parte animal que habita en todos los seres humanos. Basta que un grupo de personas suficientemente grande, alimentada por el combustible de una pulsión, por el sonido tribal de los tambores y los gritos, experimente el placer y el abrigo del anonimato y de la manada, la transitoria sensación de que la censura no existe, el arrullo de las consignas y los carteles, la transitoria sensación de hermandad que produce la simple emoción, para que en cada una de ellas brote y florezca la irracionalidad, ese rasgo que habita el alma humana y que, a la menor oportunidad, toma las riendas.

Por eso no es raro que este tipo de fenómenos ocurra en las manifestaciones. No es culpa de quienes las organizan, sino del clima que ellas generan: la sensación transitoria de que no hay reglas, que por un momento los límites se disolvieron y que, por fin, las pulsiones tienen su hora.

Esa es una primera explicación. Pero todavía hay otra.

La insinuó Felipe Berríos. Berríos dijo que este acto era el fruto de jóvenes hastiados por el consumo.

A primera vista la explicación de Felipe Berríos parece una exageración (¿acaso esos jóvenes no se quejan también de los excesos del lucro y del consumo?); pero cuando se la mira más de cerca equivale a una ajustada descripción de la realidad. Quienes tienen hoy entre 16 y 21 años constituyen la generación que, en toda la historia de Chile, ha dispuesto de los mayores niveles de bienestar material y simbólico; en una palabra, de consumo. Se trata de jóvenes que han experimentado una notable movilidad intergeneracional. Es probable que ese fenómeno haya alimentado en cada uno de ellos una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia que se suma a la natural falta de control de impulsos que impera en la adolescencia: la idea de que basta que algo sea afirmado por la propia voluntad para que, entonces, sea definitivo, la absurda convicción de que sus ocurrencias ocultan la verdad definitiva y están amparadas por una indudable justicia, la creencia en que lo que ellos no logran comprender (por ejemplo, el misterio que la Cruz ejemplifica), simplemente no tiene razón alguna, ni derecho, de existir (ni siquiera en imagen).

En fin, se encuentra todavía lo que Durkheim, uno de los fundadores de la sociología, en un texto acerca de la educación, llamó, con expresión inmejorable, "el mal del infinito".

Una de las funciones de la educación y de la política, pensó Durkheim (y, debió agregar, de los profesores y los adultos), consistía en poner las abundantes pulsiones que habitan en los seres humanos y las expectativas que ellos acarician dentro de límites que las hagan manejables. Ello suponía, agregó, que la política y la educación debían ser capaces de dibujar un horizonte que confiriera un sentido a esas pulsiones y esas expectativas para que así ellas pudieran conciliarse con los límites de lo real. Cuando ello no ocurre, dijo Durkheim, las personas se contagian con la peor de las patologías, el mal del infinito: el deseo sin límites de todo y la disolución del principio de realidad, algo que solo puede acabar en la frustración y en la anomia.

Durkheim da en el clavo.

Él ayuda a develar la paradoja de ese Cristo roto en la Alameda: fue el mal del infinito el que motivó la profanación de esa imagen, la incapacidad de todos esos jóvenes enfundados de negro -que se aleonaban unos a otros con tambores y gritos tribales- para contener sus deseos y comprender que la vida en común impone renuncias y que el infinito no es, desgraciadamente, de este mundo.

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