"A pesar de que el Gobierno se ha mostrado extremadamente pudoroso a la hora de explicarlas, las tiene: la modernización que Chile experimentó en las últimas décadas incrementó el bienestar, pero fue instalando, poco a poco, un tipo de sociedad en la que cada uno recibe..."
Hay dos explicaciones básicas de por qué al Gobierno le va mal en las encuestas. La primera es que el Gobierno ejecuta mal buenas ideas; la segunda es que ejecuta bien ideas malas.
¿Cuál de esas explicaciones es la correcta? ¿Son las ideas del Gobierno o su ejecución lo que está, poco a poco, alejando el apoyo de la gente?
Para saberlo hay que examinar primero las ideas y luego la forma de ejecutarlas.
A pesar de que el Gobierno se ha mostrado extremadamente pudoroso a la hora de explicarlas, las tiene: la modernización que Chile experimentó en las últimas décadas incrementó el bienestar, pero fue instalando, poco a poco, un tipo de sociedad en la que cada uno recibe, en educación, salud y previsión, según lo que previamente contribuyó. Una sociedad como esa suprime la dimensión de ciudadanía y deteriora la idea de que la comunidad política es una empresa de riesgos compartidos. Para corregir ese grave defecto de la modernización -sin ahogar la modernización en sí misma-- es imprescindible lograr que ciertos bienes básicos, como la educación, la salud o la previsión, se distribuyan entre las personas con prescindencia de su renta o su origen socioeconómico. Ese es el sentido profundo que inspira la reforma tributaria y educativa: que la institución meritocrática por excelencia, la escuela pública, distribuya las oportunidades de la vida con prescindencia del origen. De esa forma la suerte en la vida dependerá del esfuerzo, pero nadie estará encadenado a la cuna en que vino a este mundo. La modernización ha dado bienestar material -podría ser el lema-, ahora debe proveer justicia.
Son ideas en general correctas.
¿Será entonces la ejecución la mala?
Ejecutar una buena idea supone la capacidad para expresarla bien; la inteligencia para traducirla en una política pública eficiente, y la astucia para coalicionar las voluntades en el proceso político.
Y ocurre que en esas tres dimensiones -la Presidenta no debiera echarse tierra a los ojos- casi todo se ha hecho mal.
Desde luego, en vez de expresar bien esas ideas, con claridad y persuasión, se han ajizado los ánimos con malas metáforas, desplantes innecesarios y propósitos de redención. En esto han destacado el ministro Arenas y el ministro Eyzaguirre. El ministro Arenas comete el error, involuntario sin duda, de aparecer infatuado. Y para quienes llevan la infatuación como un habitus -es el caso de los empresarios- que la imiten otros es un defecto fatal.
A la hora de diseñar políticas públicas, la situación no ha sido mejor. No hay énfasis retórico capaz de ocultar el gigantesco error que se está cometiendo: fortalecer al sector subvencionado, cuyo principal sostenedor es la Iglesia, en desmedro de la educación municipalizada. Cuando los historiadores del futuro vuelvan la vista atrás y miren este momento no lo podrán creer: nunca un gobierno de izquierda hizo tanto por esparcir, con cargo a impuestos generales, la educación católica. Qué extraña época, dirán de ésta, en que la Iglesia se quejaba de una reforma que la favorecía y la izquierda se esmeraba por imponerla a pesar que contradecía el laicismo que proclamaba.
En fin, en lo que atinge al proceso político las deficiencias saltan a la vista. Nadie ha sido capaz de traducir las ideas del Gobierno -que, incluso generales, las tiene- en voluntad colectiva. Las ideas, cuando se transforman en voluntad colectiva, orientan los esfuerzos, contienen las expectativas, ayudan a tolerar la frustración. Promover esas ideas y usarlas para ordenar el proceso político, es la tarea que corresponde al ministro Peñailillo. Pero respecto de él no hay nada que decir, porque él tampoco dice nada: sus intervenciones tienen la inofensiva pulcritud de quien copia el dictado en una agenda, no de quien la elabora y la conduce. El ministro Peñailillo -todo hay que decirlo- ni irrita ni alegra; ni gana amigos, ni derrota enemigos; ni guía ni desorienta; ni frustra ni entusiasma. Que no se le critique no es más que una muestra de un paternalismo complaciente que lo disminuye.
En fin.
Si la Presidenta cree que las ideas del Gobierno son buenas, pero su ejecución mediocre, entonces debe cambiar el gabinete. Si en cambio cree que las ideas son malas y el problema es que el gabinete las ejecuta bien, entonces debe cambiar las ideas.
Lo que no debe hacer es esperar que el curso de las cosas cambie por sí mismo o mejore porque los ministros trabajen más. Lo primero es creer en milagros; lo segundo, confiar en el management .
¿Cuál de esas explicaciones es la correcta? ¿Son las ideas del Gobierno o su ejecución lo que está, poco a poco, alejando el apoyo de la gente?
Para saberlo hay que examinar primero las ideas y luego la forma de ejecutarlas.
A pesar de que el Gobierno se ha mostrado extremadamente pudoroso a la hora de explicarlas, las tiene: la modernización que Chile experimentó en las últimas décadas incrementó el bienestar, pero fue instalando, poco a poco, un tipo de sociedad en la que cada uno recibe, en educación, salud y previsión, según lo que previamente contribuyó. Una sociedad como esa suprime la dimensión de ciudadanía y deteriora la idea de que la comunidad política es una empresa de riesgos compartidos. Para corregir ese grave defecto de la modernización -sin ahogar la modernización en sí misma-- es imprescindible lograr que ciertos bienes básicos, como la educación, la salud o la previsión, se distribuyan entre las personas con prescindencia de su renta o su origen socioeconómico. Ese es el sentido profundo que inspira la reforma tributaria y educativa: que la institución meritocrática por excelencia, la escuela pública, distribuya las oportunidades de la vida con prescindencia del origen. De esa forma la suerte en la vida dependerá del esfuerzo, pero nadie estará encadenado a la cuna en que vino a este mundo. La modernización ha dado bienestar material -podría ser el lema-, ahora debe proveer justicia.
Son ideas en general correctas.
¿Será entonces la ejecución la mala?
Ejecutar una buena idea supone la capacidad para expresarla bien; la inteligencia para traducirla en una política pública eficiente, y la astucia para coalicionar las voluntades en el proceso político.
Y ocurre que en esas tres dimensiones -la Presidenta no debiera echarse tierra a los ojos- casi todo se ha hecho mal.
Desde luego, en vez de expresar bien esas ideas, con claridad y persuasión, se han ajizado los ánimos con malas metáforas, desplantes innecesarios y propósitos de redención. En esto han destacado el ministro Arenas y el ministro Eyzaguirre. El ministro Arenas comete el error, involuntario sin duda, de aparecer infatuado. Y para quienes llevan la infatuación como un habitus -es el caso de los empresarios- que la imiten otros es un defecto fatal.
A la hora de diseñar políticas públicas, la situación no ha sido mejor. No hay énfasis retórico capaz de ocultar el gigantesco error que se está cometiendo: fortalecer al sector subvencionado, cuyo principal sostenedor es la Iglesia, en desmedro de la educación municipalizada. Cuando los historiadores del futuro vuelvan la vista atrás y miren este momento no lo podrán creer: nunca un gobierno de izquierda hizo tanto por esparcir, con cargo a impuestos generales, la educación católica. Qué extraña época, dirán de ésta, en que la Iglesia se quejaba de una reforma que la favorecía y la izquierda se esmeraba por imponerla a pesar que contradecía el laicismo que proclamaba.
En fin, en lo que atinge al proceso político las deficiencias saltan a la vista. Nadie ha sido capaz de traducir las ideas del Gobierno -que, incluso generales, las tiene- en voluntad colectiva. Las ideas, cuando se transforman en voluntad colectiva, orientan los esfuerzos, contienen las expectativas, ayudan a tolerar la frustración. Promover esas ideas y usarlas para ordenar el proceso político, es la tarea que corresponde al ministro Peñailillo. Pero respecto de él no hay nada que decir, porque él tampoco dice nada: sus intervenciones tienen la inofensiva pulcritud de quien copia el dictado en una agenda, no de quien la elabora y la conduce. El ministro Peñailillo -todo hay que decirlo- ni irrita ni alegra; ni gana amigos, ni derrota enemigos; ni guía ni desorienta; ni frustra ni entusiasma. Que no se le critique no es más que una muestra de un paternalismo complaciente que lo disminuye.
En fin.
Si la Presidenta cree que las ideas del Gobierno son buenas, pero su ejecución mediocre, entonces debe cambiar el gabinete. Si en cambio cree que las ideas son malas y el problema es que el gabinete las ejecuta bien, entonces debe cambiar las ideas.
Lo que no debe hacer es esperar que el curso de las cosas cambie por sí mismo o mejore porque los ministros trabajen más. Lo primero es creer en milagros; lo segundo, confiar en el management .
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