sábado, 27 de diciembre de 2014

Nochebuena


La noche de Navidad, entonces, es hermosa no tanto por los regalos, ni por los manjares en la mesa, ni por los villancicos que se entonan, sino más bien porque invita a que cada uno de nosotros se plantee ante un misterio que asombra y sobrecoge...
En la confesión cristiana, Nochebuena es la noche de Dios y, por lo mismo, también es la gran noche del hombre; una noche que, a diferencia de las otras, tiene poco de oscuridad y mucho de luminosa esperanza a causa de ese aire de paz y de plegaria que anima sus horas. Los sentimientos que despierta la Navidad dejan entrever un cierto anhelo del ser humano por algo que él mismo no sabe explicar adecuadamente, pero que a los ojos de la fe no es más que su insaciable ansia de Dios.
La noche de Navidad, entonces, es hermosa no tanto por los regalos, ni por los manjares en la mesa, ni por los villancicos que se entonan, sino más bien porque invita a que cada uno de nosotros se plantee ante un misterio que asombra y sobrecoge, el misterio del Dios que se acuna en el regazo de una madre y en las pajas de un pesebre. De esto trata la liturgia de esa noche y del día siguiente: del Dios todopoderoso que viene como un niño en un villorrio polvoriento y para nada esplendoroso. Ante esta realidad sobrenatural, la emotiva nostalgia que acompaña la Navidad trasluce quizás ese deseo de eternidad que atraviesa nuestra ya larga historia, desde la Creación del hombre hasta la Parusía, pasando por el feliz suceso del Nacimiento del Redentor.

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