lunes, 31 de julio de 2017

Sobre líderes, cultura y la calidad de vida.

Miguel Luis Amunátegui:

"Si las conductas negativas son protagonizadas y difundidas por dirigentes de alguna relevancia en la comunidad o en los medios de comunicación, las señales que se transmiten siembran primero la confusión y luego, frente a su persistencia, como lo estamos advirtiendo, contribuyen a la imitación..." 

A menudo nos quejamos de la mala educación del chileno, de su impuntualidad, de su indolencia y falta de reciedumbre; de la preferencia que otorga a las banalidades, de su falta de profundidad y perspectivas; de su irresponsabilidad, y en fin, de su imprevisión que lo lleva a creer que todo es sencillo y fácil, que todo se puede lograr sin esfuerzo ni constancia; que se pueden saltar las etapas, y que hay que embarcarse en todas las utopías, porque el fracaso es siempre culpa de otros. A ello se ha sumado ahora la olímpica falta de respeto a las personas.

La cultura de un pueblo es un proceso continuo que se va produciendo, modificando, evolucionando de día en día. No es estática, pero su marcha no está constituida de modo necesario por un constante ascenso; también es posible observar en ella, a veces, tendencias al decaimiento o aun a su perversión.

El antropólogo Ralph Linton dice que "la cultura de cualquier sociedad es la suma total de las ideas, las reacciones emotivas condicionadas y las pautas de conducta habitual que los miembros de esa sociedad han adquirido por instrucción o imitación y que comparten en mayor o menor grado".

Y los parámetros que definen la cultura, como un resultado positivo o negativo, están dados por la vinculación y coherencia de las conductas, con el conocimiento, la verdad, la belleza, la ciencia y la perfección del hombre y de la sociedad, y en general, con la afinidad y consenso del mayor número de sus miembros en torno a los valores más universalmente aceptados.

Por ello es que con la decadencia o con el ascenso de una cultura, es la calidad de vida la que se pone en juego. Si las conductas antisociales o contrarias a estos valores son aisladas o carecen de relevancia y no llegan a constituirse en pautas dignas de seguirse o imitarse, no serán graves o influyentes en el proceso cultural. Por el contrario, la reacción de la comunidad frente a ellas puede contener elementos dinamizadores de la cultura, en su sentido más positivo, de búsqueda de la perfección.

Pero si aquellas negativas conductas son protagonizadas y difundidas por dirigentes de alguna relevancia en la comunidad o en los medios de comunicación, las señales que se transmiten siembran primero la confusión y luego, frente a su persistencia, como lo estamos advirtiendo, contribuyen a la imitación, y con ello, al empobrecimiento de la cultura y al deterioro de la calidad de vida.

En esta perspectiva, cultura es el conjunto de ideas, creencias, concepciones y doctrinas religiosas, filosóficas, morales, sociales, políticas, estéticas y científicas, y los comportamientos, usos y costumbres e instituciones que, en una sociedad, reflejan o determinan los valores, las aspiraciones y los comportamiento de sus individuos; sus expresiones y sus luchas; sus búsquedas de la verdad, de la belleza, de la justicia, de la paz.

En las circunstancias actuales, la persistencia y reiteración de muchas de estas conductas de características culturales más bien lamentables han generado una real decadencia, generalizando actitudes alteradas, sectarias, irrespetuosas e irreflexivas, lo que refleja que aún no han caído en la cuenta de que están dañando nuestro sistema de convivencia, nuestras instituciones y los valores ancestrales de nuestra nación que, por esta vía, pueden volver a entrar en una severa crisis.

El problema reside en que muchos perciben la escasa altura que ha logrado el debate y ello promueve conductas desatinadas de muchos y genera el retraimiento para actuar en la vida política de personas realmente calificadas. Es que la cultura se daña con la agresividad, la simpleza y la vulgaridad de estos falsos dilemas, porque ellos conducen a dar la espalda a los verdaderos problemas y vivir nuevamente, cada cual por su lado, su propia irrealidad, su propia utopía.

La población precisa hoy, más que nunca, de parte de los aspirantes a líderes y de los agentes de los medios de comunicación, actitudes que reflejen una profunda rectificación, que mejoren los estándares culturales. Cuando mejoran las ideas, cuando las actitudes se tornan maduras, reflexivas, tolerantes, comprensivas y profundas; cuando los intereses personales o partidistas, demasiado obvios, son pospuestos con generosidad por un trabajo de más largo plazo en bien del país; cuando las preocupaciones se jerarquizan y se otorga prioridad a las que tienen más relevancia, es la cultura y, por ello, la calidad de vida las que mejoran.

Esta es, nos parece, la verdadera función de los líderes de una comunidad. Ella no puede agotarse en la protesta, en la agresividad periodística o en la sordera; los pueblos pueden esperar que sus líderes sean capaces de sacarlos de los pantanos y ofrecer alternativas realistas, sensatas, posibles, ponderando debidamente todos los factores, sin descalificar ni despreciar a nadie. La comunidad no pertenece a los dirigentes o personas de figuración; ellos deben servirla y su actitud debe traducirse en expresiones constantes de la cultura superior de un pueblo para dignificarlo, para mejorar su calidad de vida.

Miguel Luis Amunátegui M.

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