lunes, 31 de julio de 2017

Las condictas supererogativas y el valor de la vida

Algunos de sus lectores no parecen comprender qué se quiere decir cuando se afirma que hay conductas supererogatorias, como la de sostener el embarazo de un feto inviable o el fruto de una violación; conductas que no es razonable que la ley o la moral exijan. Una breve explicación del concepto quizá les permita participar del debate con algo más de información.

El concepto de lo supererogatorio (del latín super-erogare, pagar más de lo que se debe) pertenece a la tradición de la Iglesia Católica, donde, desde muy antiguo, se distingue entre "preceptos" y "consejos". La distinción ya se insinúa en Mateo XIX, 16-24, donde se establece que dejar todos los bienes y dárselos a los pobres es bueno, puesto que permite alcanzar la perfección, pero no es obligatorio. Y hay otros ejemplos: la virginidad tiene un valor superior, pero ello no prohíbe casarse; Dios hizo los bienes comunes (recuerda Graciano) y eso es muy bueno, pero eso no equivale a prohibir la propiedad privada, etcétera. El martirio y el autosacrificio, como deben saber los obispos, son conductas moralmente supererogatorias (Lutero, dicho sea de paso, discutió su existencia porque él pensaba que nadie se salva por sus obras ni menos alcanza a través de ellas la perfección). El pensamiento judío también admite ( v.gr. Maimónides) la existencia de conductas supererogatorias. Ese debate pasó luego a la filosofía moral, donde se ha sostenido que hay conductas que es correcto hacer, pero no es incorrecto omitir. Esas son, en un sentido general, las conductas supererogatorias (Urmson, J., 1958, Saints and Heroes, in Essays in Moral Philosophy, A. Melden (ed.), Seattle: University of Washington Press).

Pues bien. La pregunta que cabe formular es si resulta o no moralmente debido sostener el embarazo de un feto inviable, mantenerlo a riesgo de la propia vida o tolerar el embarazo que es fruto de una violación. Aceptemos que mantener esa conducta es bueno; pero -ya sabemos- eso no basta por sí solo para decir que es siquiera moralmente obligatorio y menos para decir que debe ser jurídicamente obligatorio. Tanto lo moralmente obligatorio como lo jurídicamente obligatorio suponen deberes de reciprocidad y entonces la pregunta que cabe formular es si resulta razonable que los miembros de una sociedad democrática se exijan unos a otros, coactivamente, conductas de esa índole, conductas que, como enseña la tradición católica, pueden conducir a la perfección, pero no son obligatorias de ejecutar. Si no es obligatorio dar todos los bienes a los pobres para alcanzar la perfección (salvando así muchas vidas atrapadas por el hambre), ¿por qué sería obligatorio sostener un embarazo de un feto inviable? Mantener el embarazo que es fruto de una violación es, no cabe duda, una conducta buena; pero, ya se sabe desde antiguo, no basta que algo sea bueno para que sea moralmente debido o jurídicamente obligatorio. Regalarlo todo a los pobres es bueno; pero solo es obligatorio pagar impuestos. Y así.

Suele decirse en medio de este tipo de debates que cuando está de por medio la vida humana nada de lo anterior es decisivo. La vida humana sería el valor final frente al que todo lo demás, cualquier razonamiento o cálculo de consecuencias, debe ceder. El deber de respetar la vida derrotaría cualquier argumento. Pero, ¿es así? Sabemos -el ejemplo es de D. North- que un cierto número de personas va a morir en accidentes de tránsito y sabemos también que podríamos evitar esas muertes prohibiendo el uso del automóvil. ¿Por qué no lo hacemos? La respuesta es porque valoramos otras cosas además de la vida. El ejemplo -obviamente extremo- muestra que no parece ser cierto que la vida sea el bien frente al cual las sociedades están dispuestas a sacrificar todo lo demás. De otra parte, si de veras fuera cierto que la vida derrota a toda otra consideración, entonces frente a la vida debiera desaparecer el distinto valor causal que suele asignárseles a las acciones y las omisiones. Si la vida de veras tuviera ese valor definitivo, un valor que derrota toda otra consideración, entonces sería debido sacrificar todo lo superfluo y donarlo para evitar así que alguien muera por falta de recursos.

Pero, en cualquier caso, cuando se discute del aborto en las tres causales que el proyecto de ley contempla no se está discutiendo si la vida es o no sagrada (ya se vio que argüir eso no logra derrotar toda consideración), sino que se está discutiendo, nunca se insistirá demasiado en ello, qué deberes se pueden exigir unos a otros los miembros adultos de una sociedad plural. Y si acaso conductas heroicas -como sostener el embarazo a riesgo de la propia vida o tolerar el fruto de una violación- pueden ser exigidas a las mujeres bajo la amenaza de pena estatal.

Carlos Peña

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